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La historia comparada de dos democracias
Nota de Mariano Grondona en el Diario La Nación

  Fecha: 07/12/2003

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eVoluntaria: Maria Ines Lacoste
  Tema relacionado: Instituciones de la República

El próximo miércoles, la segunda democracia argentina cumplirá veinte años. Ya ha durado más que la primera, inaugurada en 1912 por la ley Sáenz Peña de voto universal e interrumpida por el golpe militar de 1930.

Podría hablarse entonces del éxito político de la segunda democracia no sólo por su larga duración, sino también porque en su transcurso se salvaron la libertad y los derechos humanos, pese a que la reforma política para lograr un sistema más auténtico de representación nos queda aún como una crucial asignatura pendiente.

Este juicio relativamente benigno sobre la evolución política de la segunda democracia cambia de signo cuando se analizan sus resultados económicos y sociales . En 1983, el producto por habitante de la Argentina era de 3544 dólares. En 2003 es de 3439 dólares. En veinte años, no hemos crecido económicamente. El producto por habitante de la Argentina creció vertiginosamente de 1880 a 1930 hasta colocar al país entre los diez primeros del mundo por delante de naciones como Francia, Alemania y Japón. De 1930 a 1983, durante sus tiempos revueltos, la Argentina dejó de crecer. En sus veinte años, la segunda democracia no ha podido sacarnos del estancamiento económico.

Este cuadro se agrava cuando pasamos de lo económico a lo social. En 1983, el 16 por ciento de los argentinos vivía por debajo de la línea de la pobreza. En 2003, esta cifra ha subido verticalmente al 51 por ciento. No sólo nuestra economía se ha mantenido estancada. La distribución de su magra producción, que nos mantiene dentro del mundo subdesarrollado, se ha deteriorado escandalosamente.

La democracia es un fin en sí mismo en el plano político, pero también es un medio para el desarrollo al que aspiran sus ciudadanos en el plano económico y social. En este último sentido nuestra segunda democracia, hasta ahora, ha fracasado.

¿"La" o "esta" democracia?

Si alguien se atuviera al análisis exclusivo de nuestros últimos veinte años, podría concluir que la democracia no sirve para promover el desarrollo económico y social. ¿Cómo se explicaría en tal caso, sin embargo, que la Argentina democrática de 1912-1930 haya crecido aceleradamente? ¿Cómo se explicaría que de los veinticinco países desarrollados con que cuenta el mundo actual todos ellos sean democráticos?

A la luz de estas observaciones, el fracaso económico y social de la segunda democracia argentina aparece, más que como la regla, como una excepción.

Este mes, la democracia española cumple veinticinco años. Cuando ella empezó a existir con la constitución de 1978, el producto por habitante de España era sólo un poco superior al de la Argentina en 1983: 4222 dólares por habitante. Hoy, es de 20.466 dólares por habitante. Hoy, el producto por habitante de España es casi seis veces el nuestro. Mientras que en veinte años de democracia el producto por habitante de la Argentina retrocedió un 3 por ciento, en veinticinco años de democracia el de España se multiplicó casi cinco veces.

Ahora que ambos países celebran el cumpleaños de sus jóvenes democracias, en tanto la Argentina continúa siendo un país subdesarrollado, España ha cruzado la frontera que la separaba del mundo desarrollado. El éxito de su democracia no ha sido sólo político, sino también económico. Si se pasa de lo económico a lo social, los pobres españoles equivalentes a los pobres argentinos, que eran alrededor de un 15 por ciento en 1978, ahora se reducen al 3 por ciento.

España es todavía, aun así, uno de los países menos ricos del mundo desarrollado. Ante este panorama, es lógico concluir que en tanto "la" democracia ha progresado vigorosamente en el campo económico y social en las últimas décadas es "esta" democracia, la nuestra, la que ha fracasado. Falta precisar por qué en su corta vida a la democracia española le ha ido tan bien y a la nuestra tan mal, y qué tendríamos que hacer para cambiar la historia.

Afuera y adentro

España tuvo cuatro ventajas que nosotros no tuvimos: hacia afuera, Europa; hacia adentro, los pactos de la Moncloa, un oportuno seguro de desempleo y, finalmente, el rey.

El vertiginoso crecimiento económico de la democracia española fue posible, por lo pronto, porque al integrarse a la Unión Europea accedió a un mercado incomparablemente más amplio y desarrollado que el suyo. Entre nosotros, el modesto Mercosur fue positivo, pero no alcanzó. Sólo si la Argentina se las ingenia para penetrar los grandes mercados del mundo, es decir, los Estados Unidos, la propia Europa y la ascendente China, podrá darle a su producción una perspectiva de incesante progreso.

En 1977, en las vísperas de su constitución democrática, los partidos españoles de derecha y de izquierda supieron forjar de común acuerdo, mediante los pactos de la Moncloa, políticas económicas de Estado de carácter racional que, cualquiera fuera el partido en el poder, serían escrupulosamente respetadas.

La pasión política partidista por vencer al otro antes que acordar con él nos ha impedido hasta ahora a los argentinos una Moncloa criolla. Tanto la centroizquierda de Alfonsín como la centroderecha de Menem, al despreciar el rigor de un presupuesto equilibrado y al extender en demasía el endeudamiento externo, al sucumbir primero a la inflación y al evitarla luego al alto precio de la rigidez cambiaria, nos llevaron por el camino de las fantasías económicas.

Cuando España debió abrir su economía para competir en Europa, generó un alto desempleo. Pero diseñó de entrada un alto seguro de desempleo para aliviar el costo social de la transición. La Argentina, al privatizar y abrir su economía, llegó a tasas comparables de desempleo, pero dejó a la intemperie a millones de desocupados. Nuestro modesto seguro de desempleo universal de 150 pesos no llegó al principio sino al final de este proceso. Si queremos enmendar esta fatal carencia, el seguro de desempleo debería por lo menos duplicarse al lado de estas tres condiciones: que llegara a los desocupados sin la intermediación de los punteros políticos y los dirigentes piqueteros, que trajera consigo condiciones rigurosas para preservar la ética del trabajo y que los recursos necesarios salieran de una drástica reducción del gasto político, de la evasión y la corrupción que todavía nos ahogan.

El rey democrático de España le dio a la lucha política en ese país un jefe de Estado imperturbable, un reaseguro para sus políticas de Estado. Pero nuestro presidente es, a la vez, jefe del Estado y del Gobierno. Deberíamos enfatizar en él lo que tiene de jefe de Estado, por encima de las facciones. Para ello, no bien acabada la contienda electoral, nuestro presidente debería elevarse al nivel de lo permanente, de lo institucional, dejando a su jefe de gabinete y a sus ministros la conflictiva tarea de lidiar con el corto plazo. Así cumpliríamos lo que soñó Bolívar: "que la América antes española tenga reyes, con el nombre de presidentes".

La distancia que nos han sacado los españoles no debería ser un motivo de lamentaciones sino una hoja de ruta para que, cuando celebremos los próximos veinte años de nuestra democracia, podamos decir lo que ellos dicen ahora: que en veinte años la Argentina cruzó la frontera que la separaba del desarrollo.


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