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El futuro de la Corte Suprema
Federico Polak. Abogado. Instituto para el Desarrollo Inclusivo.

  Fecha: 25/06/2003

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EL FUTURO DE LA CORTE SUPREMA

Ante todo, respetar la Constitución

Cualquiera sea la resolución del juicio político en curso contra integrantes del máximo tribunal, el país se encuentra con la oportunidad de reconstruir su confianza en uno de los pilares del estado de derecho.

Federico Polak. ABOGADO. INSTITUTO PARA EL DESARROLLO INCLUSIVO.

La hostilidad de la sociedad contra la Corte Suprema, enclavada en un paisaje de desprestigio profundo de las dirigencias, no requiere comprobación. La administración Kirchner ha tomado cuenta de ello y ha propuesto que académicos puros, sugeridos por ONG, independientes de los avatares de la política, serían los mejores reemplazos. Pero antes de ello, fuera de la carencia de virtudes de ciertos magistrados, la pregunta que debe hacerse es si es viable un juicio político basado sólo en el desacierto de pronunciamientos del tribunal, o en declaraciones de su presidente.

La Corte es un poder del Estado. Participa del gobierno, tanto aquí como en EE.UU., país al cual se ha seguido —con ciertas diferencias— para la adopción del modelo constitucional. Surgida de la instalación del gobierno bajo la Constitución de 1787, tuvo un origen opaco: a su inauguración en la antigua capital —Nueva York— el 1° de febrero de 1790, asistieron el chief justice John Jay y dos miembros mas; dos faltaron y el último fue designado después. Sólo trabajó 10 días el primer año, y 2 el segundo. En 1793 abandonó la burocracia de registrar abogados y falló su primer caso. Recién con la designación en 1801 como chief justice del célebre John Marshall, político notorio proveniente del ejecutivo, con escasos conocimientos jurídicos previos, dio inicio su esplendor.

Al fallecer Marshall en el cargo en 1835, con la apoyatura de Joseph Story, fuente de nuestro Código Civil, podía ya vislumbrarse que habría de convertirse aquella oscuridad en un prestigio de envidia, mezclando dosis de la mejor técnica con visiones de estadistas.

Los conflictos de poderes, incluso el muy recordado con Franklin D. Roosevelt, fueron zanjados siempre dentro de los carriles institucionales. A nadie se le ocurrió convocar a consultas populares, o el juzgamiento por el Congreso de fallos desagradables; ante todo, la Constitución. Hoy tiene una composición democrática que deriva de la política: el chief justice William H.Rehnquist es luterano; John Paul Stevens, protestante; Sandra Day es mujer y episcopal, como David H.Souter; Antonin Scalia es católico e italoamericano; Anthony M Kennedy es católico, como el afroamericano Clarence Thomas; Ruth Bader Ginsburg pertenece a dos minorías: es mujer y judía. Stephen G.Breyer, n.a. ("is not a member of any church").

También tiene hoy 9 miembros nuestra Corte, como lo mandaba la Constitución de 1853. Su comienzo fue igual de deslucido. Solo tres jueces estuvieron presentes en el acto inaugural en Paraná, el 27 de octubre de 1854: José Roque Funes, José Benito Graña y Nicanor Molinas. Los otros quedaron en Buenos Aires, ocupados en su vida pública. Algunos ni asumieron, hasta que en 1860 esa Corte quedó sin efecto. Fue reemplazada en 1863 por Bartolomé Mitre, quien designó presidente del tribunal a Valentín Alsina, senador nacional quien prefirió no aceptar.

Fue consolidándose como poder del Estado hasta llegar al esplendor de Antonio Bermejo, designado presidente en 1905, cargo que ejerció hasta su fallecimiento en 1929. El quiebre de la democracia de 1930 fue convalidado por la Corte, así como el de 1943, hasta que lo que quedaba de ella (tres jueces y el procurador) fue desplazada por la administración Perón, con un juicio político de escándalo que destruyó la institución como poder autónomo.

Hubieron de pasar décadas para su reconstitución (cada gobierno de la alternancia las cambiaba al asumir). Ya las historias paralelas con EE.UU. se habían separado, como los destinos de grandeza de ambas naciones, perdida la ruta del desarrollo de la democracia.

Por cierto, fue una lección ejemplar la decisión de la administración De la Rúa de no empujar al abismo al tribunal ampliado por la administración Menem, sabiendo que la Corte es el único poder casi vitalicio, que sólo cambia por razones etarias, o por muertes y renuncias. Las instituciones evolucionan con el paso del tiempo, prosperan con la tolerancia, a despecho de los hombres que se mueven dentro de ellas. A Roosevelt no se le ocurrió deponer una Corte hostil. No habría sido reelecto por tres períodos más de proceder así. Tuvo la paciencia del estadista sabio.

Por caso —otra historia paralela— en Brasil, Lula recibió con beneplácito la noticia de tres vacantes en la Corte (habrá otras dos durante su mandato). Las ha llenado con juristas de vida pública: el fiscal Joaquim Benedito Barbosa Gomes, primer juez supremo negro, quien respaldará sus políticas; Carlos Ayres de Freitas Britto, del PT, y Antonio Cesar Peluso, avalado por la alcalde de San Pablo, Marta Suplicy. Los renunciantes cumplieron la edad constitucional —70 años— y provenían —¡nada menos!— del régimen militar.

Sin embargo, el mandato constitucional se impuso a la urgencia de la coyuntura. Una lección que la República Argentina debería imitar.


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