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Lo mejor de la Reforma Política
Nota de Opinion de Fernando Laborda. Diario La Nación.

  Fecha: 12/08/2004

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Si se efectuase un análisis superficial acerca del discurso político en la Argentina de los últimos cinco años podríamos concluir que la necesidad de una profunda reforma política no sólo es una demanda mayoritaria de la opinión pública, sino que también es un punto importante en la agenda de nuestros políticos.

Pero tal análisis encubre un gran margen de error. Pese a que en los últimos tiempos funcionarios nacionales de alto rango de diferentes gobiernos agotaron a sus auditorios con promesas de "pulverizar la corrupción", investigar hechos ilícitos "hasta las últimas consecuencias" o, más recientemente, con apelaciones a la "renovación" o a la "nueva política", queda la impresión de que sólo fue un enorme despliegue de energía dialéctica que se agotó en sí mismo, aumentando el desaliento y el escepticismo de la ciudadanía y provocando, a su vez, la inacción.

Muchas elecciones han pasado e invariablemente, después de cada proceso electoral, la ciudadanía confirmaba su sospecha de que no pocos de los miembros de la llamada clase política asumían las preocupaciones de la opinión pública con un único propósito: neutralizar las demandas sociales orientadas a modificar los vicios de la dirigencia política y hacer que finalmente nada cambie. En otras palabras, la vieja dirigencia asumió la retórica de aquello que la amenazaba para seguir manteniendo sus privilegios y su lógica de funcionamiento. Y la tan mentada reforma política se convirtió, en boca de los dirigentes, en un auténtico slogan político para ganar tiempo. O, mejor dicho, para perderlo.

La vieja política no es una denominación que guarde necesariamente vinculación con una cuestión generacional. Representantes políticos de diferentes generaciones han merecido ese rótulo, que se funda en la atribución de malos hábitos que establecen patrones de comportamiento político. Cuando los malos hábitos se repiten en el tiempo, se transforman en vicios, y muchos de éstos pasan a ser asumidos como hechos naturales y a ser defendidos en forma corporativa.

En esta dialéctica perversa de malos hábitos encontramos fenómenos tales como el clientelismo, los subsidios para los "amigos", los puestos públicos o los beneficios de planes de "empleo" que no exigen contraprestación alguna y se otorgan arbitrariamente, los aparatos partidarios financiados con fondos públicos encubiertos, las campañas políticas poco o nada transparentes, las contrataciones públicas espurias y los créditos de bancos oficiales concedidos en forma irregular a los amigos del poder de turno.

Estos malos hábitos, convertidos en costumbres, se encadenan en un sistema, apoyado en un conjunto de procesos, grupos y personas caracterizados por un cierto grado de interdependencia recíproca, que se traduce en intercambios de favores, dádivas, privilegios, protección e impunidad, que les permiten "sobrevivir" políticamente pese al descrédito que tienen frente a la sociedad civil.

La institucionalización de esas prácticas reduce a su mínima expresión cualquier mecanismo real de democracia interna en los partidos políticos. Estos, en general, presentan a la sociedad una oferta doblemente cerrada para los cargos legislativos: por un lado, con las listas sábana, y por el otro, con el hecho de que esas listas se confeccionan a puertas también cerradas.

A desterrar esas prácticas se apunta cuando, desde diferentes ámbitos, se exhorta a terminar con la vieja política.

Pensar que la reforma política se agota en la modificación de un sistema electoral es equivocado. La reforma política es mucho más que eso.

Ningún sistema electoral es perfecto ni inocente. Cualquier modificación generará partidos coyunturalmente beneficiados y partidos momentáneamente perjudicados. De lo que se trata es de buscar un sistema que termine con las tristemente célebres listas sábana en los distritos más grandes del país y que permita un mayor conocimiento entre la ciudadanía y sus representantes, sin que termine consagrándose un sistema que elimine la representación proporcional y provoque una sobrerrepresentación del partido mayoritario, tal como ha ocurrido en distritos como La Rioja o Salta a partir de la instrumentación del sistema uninominal.

También es errado pensar que una reforma política seria podrá hacerse sin un amplio consenso o desde fuera de la política.

El problema ha residido en que, atrapados en pequeños juegos de trenzas y orientados hacia la mera obtención de espacios de poder, nuestros dirigentes políticos han exhibido escasa capacidad y voluntad para alcanzar consensos básicos acerca de cuestiones sustantivas de la agenda nacional que se tradujeran en políticas de Estado, al margen de las disputas partidarias.

Los referentes políticos contemporáneos sólo parecieron ser capaces de celebrar grandes acuerdos nacionales en virtud de intereses personales o de un partido. Así, el pacto de Olivos, que precedió a la reforma constitucional de 1994, apuntó sobre todo a posibilitarle la reelección a Carlos Menem y a procurarle la conservación de determinadas cuotas de poder a un partido que se hallaba en declinación, como la UCR, vía el aumento de miembros en el Senado o los cambios en la Corte Suprema de Justicia.

Otros llamados a la unidad nacional o a una concertación, tales como los lanzados oportunamente por los presidentes Fernando de la Rúa o Eduardo Duhalde, parecieron meros intentos por ganar tiempo: ninguno de ellos encontró mayor eco en las principales fuerzas políticas, más preocupadas por no compartir costos políticos con administraciones desgastadas por el propio peso de la crisis socioeconómica.

El sectarismo de la dirigencia obró más de una vez, entonces, como el obstáculo para la formación de consensos básicos tan necesarios en un país sometido a un endeudamiento récord y a niveles de pobreza y desempleo propios de las naciones más atrasadas del tercer mundo.

Es probable que el último líder preocupado seriamente por mejorar la calidad del sistema político haya sido el presidente Roque Sáenz Peña (1910-1914), que impulsó el voto universal, secreto y obligatorio, avanzando hacia la democratización de la república conservadora, pese a provenir él mismo de las filas conservadoras y de haber arribado al poder por vías fraudulentas. Los líderes políticos que lo siguieron se preocuparon, en general, por consolidar sus propios liderazgos o por construir estructuras de poder, antes que por mejorar la calidad del sistema.

Las dificultades a la hora de diseñar un nuevo sistema electoral no pueden servirle de excusa a la dirigencia para postergar una reforma política cuya profundidad debe ser mucho mayor y sobre la cual hay posiciones mayoritariamente coincidentes. Existe un creciente consenso en la sociedad sobre la necesidad de reducir enérgicamente los costos de la actividad política, así como de dotarla de mayor transparencia. No es, sin embargo, el elevado costo de la política el principal problema, sino la relación indirectamente proporcional entre el gasto elevado y el nivel de calidad muy bajo de lo obtenido, cuyo gran indicador es la desconfianza de la ciudadanía en su dirigencia política y la consecuente crisis de representatividad. Un simple ejemplo nos trae a la actualidad: el debate en torno de la SIDE y su presupuesto de fondos reservados superior a los 600.000 pesos diarios, que nadie sabe a dónde van.

No estaría mal evaluar la posibilidad de reducir la cantidad de miembros de los cuerpos legislativos nacionales, provinciales y municipales, y la de darle valor al voto en blanco como sufragio en favor de una banca vacía en comicios legislativos, no con el propósito de destruir la política, sino de alentar la mejora de su oferta electoral.

Algo parecido podría decirse sobre el gasto público vinculado con servicios y políticas sociales. El problema no es cuánto se gaste; el problema pasa por la ineficiencia de un gasto social en el que a menudo sólo una pequeña porción de lo invertido por el Estado llega efectivamente a la población necesitada, mientras que la mayor parte se diluye en las encrucijadas de burocracias, aparatos partidarios, redes de corrupción y clientelismo, donde se termina considerando a los sectores más desprotegidos de la sociedad como una masa disponible dispuesta a venderse al mejor postor y a ser utilizada como carne de cañón desde el punto de vista político.

Pero ninguna reforma puede estar dirigida a renunciar a la política o a destruirla. Porque eso equivaldría a pretender destruir lo que permite disfrutar la variedad sin padecer la anarquía ni la tiranía de las verdades absolutas. La política es el elemento que permite la convivencia pacífica de las ideas y concepciones contrapuestas en un clima de respeto y tolerancia. Debe, entonces, ser entendida como el gran elemento para la conciliación entre los distintos intereses que conviven en la pluralidad y en la diversidad.

En este mismo sentido, ninguna reforma que se plantee debería apuntar a tener menos política, sino a una política mejor.

.

La mejor reforma no será aquella que se quede en el debate sobre nuestro sistema electoral, sino aquella que permita terminar con la percepción de un Estado que se asemeja a un aparato burocrático ofrecido en concesión a sectores particulares que sólo procuran su saqueo y que dispensan favores para sostener redes clientelistas, deslegitimando el poder político y reduciendo la participación.

La mejor reforma política será aquella que permita que la ciudadanía deje de percibir que hay una oligarquía que se apropia de los recursos fiscales y que hay un Estado ausente para sancionar la ilegalidad.

La mejor reforma política será aquella que rompa el círculo vicioso donde buena parte de la sociedad reniega de sus obligaciones argumentando que los funcionarios le roban el dinero de sus impuestos.

En síntesis, la auténtica reforma política que se requiere es aquella que garantice el fin de los nichos parasitarios en el sector público. En otras palabras, que menos gente viva de arriba. .


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