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Noticia

Los intelectuales y el país de hoy .
Entrevista a Gustavo Bossert por Laura Linares. Diario La Nación

  Fecha: 04/09/2004

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eVoluntaria: Alejandra Capriata
  Temas relacionados: Justicia
Función Pública
Instituciones de la República

Aunque renunció el 21 de octubre de 2002 a la Corte Suprema de Justicia de la Nación por un muy comentado "hartazgo espiritual", se sabe que Gustavo Bossert fue el menos cuestionado de los jueces que entonces la integraban. Especialista en derecho familiar, había accedido al alto tribunal en marzo de 1994, propuesto por el radicalismo como parte de la renovación parcial de la Corte, resuelta unos meses antes por Carlos Menem y Raúl Alfonsín en el llamado Pacto de Olivos.

Se dice que entre sus pares, en esos días, algunos lo llamaban "el adolescente" -aunque por entonces ya era un juez de 56 años (nació en 1938, en Rosario)- y que lo percibían como distinto. Lo cierto es que, además de haber escrito textos jurídicos importantes como "Adopción y legitimación" y "Concubinato y sociedad conyugal", Bossert ya tenía publicados cuatro libros de cuentos y había recibido premios de narrativa, como el del Fondo Nacional de las Artes, en 1987, por "La trampera", y el del Concurso Internacional de Narrativa Losada, en 1980 por "Completaremos la familia".

Esta editorial, en 2001, publicó su novela "Los sirvientes", que, con el título "Les domestiques", ya ha vendido 20.000 ejemplares en Francia. Sobre ese texto, allí también se filmará una película.

-Hay un tema que se reitera claramente en sus libros de ficción: el despotismo y el abuso de poder.

-Siempre me preocupó el poder que avasalla: tanto en términos amplios como en las relaciones singulares. Con Eduardo Zanoni, elaboramos el anteproyecto de las leyes de 1985 y 1987 que reformaron el derecho de familia, estableciendo la igualdad absoluta entre el hombre y la mujer en las relaciones de familia y en la vida jurídica general y estableciendo la igualdad de los hijos nacidos dentro del matrimonio o fuera de él, además de modificar los regímenes de matrimonio y de divorcio. Está en el fondo de mi alma la resistencia al ejercicio excesivo del poder, que viola el principio igualitario y democrático en las relaciones humanas.

-Trasladado a la dimensión del país, ¿cómo aparece el abuso de poder?

-Es la eterna dialéctica entre dictadura y democracia. Aunque no llegara a ser una dictadura sangrienta, siempre el ejercicio excesivo del poder es antidemocrático. Por eso, la democracia hay que cuidarla. Fíjese esto que ocurre en las calles. Los movimientos piqueteros, que en su origen tienen una raíz más que legítima -la desocupación y la pobreza, multiplicadas en los años 90, que dejaron un saldo de miles de hombres sin trabajo ni destino-, pero que han ganado las calles cada vez con más energía, hasta con actos violentos y con una arrogancia que les granjea la antipatía general de la gente. Y frente a esto, la decisión del Gobierno de no reprimir para que no haya ni una sola víctima que se convierta en mártir. No pueden olvidarse los hechos en el puente Pueyrredón y las dos muertes de militantes. Pero hay que hacer una distinción: una cosa es reprimir manifestaciones populares, que pueden ser muy incómodas, hasta ofensivas, pero que no pasan de ser manifestaciones, y otra es la comisión de delitos como lesiones graves, daño calificado (destruir deliberadamente un mueble o inmueble, lo que se califica cuando se trata de bienes públicos) y el delito de coacción, agravado cuando es por la fuerza e impide el funcionamiento de una institución pública. Frente a esto, la inacción por temor a producir una víctima es un camino descendente, porque el que comete delitos en banda y advierte que esto no trae consecuencias se siente incitado a seguir multiplicando esas situaciones, con relación a reclamos legítimos o a ganas de producir caos. Entonces, es necesario actuar, aunque de ninguna manera con armas de fuego.

-¿Qué proyección hace de esta situación?

-Para medir los peligros futuros, se deben recordar algunos hechos de la historia reciente. Illia fue el gobernante más fructífero de los últimos cincuenta años de la Argentina. Creó el salario mínimo vital y móvil, llevó el salario real a su nivel más alto conocido, rompió las barreras ideológicas que imponían ciertas potencias de Occidente y entró a negociar con China comunista, exportando trigo candeal, y levantó la proscripción del peronismo. No obstante su austeridad, que hoy la Argentina admira, tuvo manifestaciones populares en su contra porque se le señalaba que era lento y le tiraban tortugas en las veredas. Se empezaron a sacar cosas a la calle; primero, mesas y sillas de los comedores estudiantiles, y después ya fueron manifestaciones violentas. ¿En qué derivó? En la llegada de Juan Carlos Onganía, que no solamente no permitió esas manifestaciones, sino que abolió los partidos políticos, los centros de estudiantes, impidió toda expresión de libertad de prensa y propició el baño de sangre que durante dos décadas vivió todavía la Argentina. Así que deben tener cuidado los señores que, desde la calle, con el argumento de manifestarse en reclamo de paz y trabajo propician, admiten o defienden a los que cometen delitos en banda, porque pueden producirse hechos tan tristes como los sucedidos en el pasado reciente.

-Pero el golpe de Onganía tenía un trasfondo diferente, que se venía preparando...

-Sí. En este momento, felizmente, no parece que exista la posibilidad de una reacción militar como la que se había estado preparando en los años 60, pero los caminos hacia la desestabilización de la democracia pueden ser infinitos.

-Ahora que los sindicatos intentan recuperar protagonismo frente al piqueterismo inorgánico, ¿cómo ve su capacidad representativa?

-Creo que el país está en deuda con el principio de la libertad sindical. En cualquier rubro, el sindicato tradicional -el llamado más representativo, en el que a lo largo de los años se repiten los mismos dirigentes- tiene todos los poderes, maneja la gran caja formada con los aportes, dirige la obra social y negocia los convenios colectivos. Si un grupo de obreros o empleados disconformes con ese sindicato resuelve formar otro, éste, el simplemente inscripto, está en absoluta inferioridad de condiciones, ya que la patronal no retiene fondos para aportes a ese sindicato. Así, carece de obra social, por lo que el trabajador se ve obligado a integrar el otro, para tener cobertura médica. Además, ese sindicato no negocia convenios colectivos y sus delegados no tienen estabilidad gremial. De manera que en la realidad no se cumple con las disposiciones de la Organización Internacional del Trabajo ni con el artículo 14 bis de la Constitución Nacional, que exigen la absoluta libertad sindical. Y decir esto no tiene nada que ver con una malsana intención de destruir las organizaciones sindicales -como alguna vez declararon ciertos sindicalistas perennes-, sino, al contrario, se trata de afirmar la fuerza de las organizaciones obreras sobre el respeto a la real voluntad de los trabajadores. Esto avala el reclamo que pide modificar la ley de asociaciones profesionales .

-Se dice que la sociedad argentina suele reaccionar ante la ley con escepticismo o con desdén. ¿Qué opina sobre eso?

-El tema de la ley es decisivo, como lo es la sensación de desamparo. Cuando la ley no es eficaz, entonces, de lo que se trata es de cambiarla. Cualquiera que tenga un pleito civil o comercial, por ejemplo, sabe que el Código Procesal Civil y Comercial de la Nación es el que regula todos los trámites en un juicio de esa naturaleza; sabe también que entra allí en un laberinto kafkiano que alarga en años los meses de duración que marca la teoría. De manera que el procedimiento, realmente, se convierte en un estorbo para la gente. La solución, que va a llegar inexorablemente, es el reemplazo de este código por un juicio oral, que se concreta en audiencias de instancia única.

-¿Piensa que cambió en algo la confianza de la gente en la Justicia?

-Hace una década, esa confianza tuvo un descenso tremendo. En 1990, las encuestas indicaban que el 65% de los consultados tenían respeto y confianza en la administración de justicia. Era el comienzo de la gestión de Carlos Menem. En muy pocos años, esa confianza bajó del 65% a un escasísimo 9 por ciento. Fue un período en el que se vieron fallos inexplicables. Y los organismos que sirven al control de los actos públicos no actuaron. Como la Fiscalía Nacional de Investigaciones Administrativas, que tiene por objeto controlar los actos de gobierno. Antes de asumir Menem la presidencia, la Fiscalía llegó a hacer unos 2500 expedientes de investigación. Cuando él asumió, reemplazó a los funcionarios que habían actuado en el período anterior y, durante los diez años de su gobierno, la Fiscalía Nacional no actuó: labró un solo expediente. Esto está entre las cosas que han cambiado. Al frente de la Fiscalía, hay un hombre que tiene diplomas acreditados, porque viene de hacer un gran papel en la Oficina Anticorrupción: el doctor Manuel Garrido. Y tengo información de que están actuando de manera enérgica y activa. En la Corte Suprema de Justicia, con la actual integración, se han adoptado ya algunas disposiciones que tienden a hacerla más transparente. Hoy, por ejemplo, se publican en Internet todas las sentencias, todos los actos administrativos, los contratos y los gastos, para que los números queden expuestos.

-¿Le gustaría estar en esta Corte?

-Yo renuncié, como en su momento dije, por hartazgo espiritual. Y sobre ese tema ya hablé suficiente en su momento. La vida empieza de nuevo todos los días. El mismo día en que renuncié no me quedé quieto, porque si no me volvía un viejito jubilado. Me puse a actualizar una de mis obras jurídicas. Desde entonces no paro, entre escritos, conferencias y demás. Me resultaría imposible ponerme a pensar en si me gustaría hacer algo distinto de lo que estoy haciendo. Pero la gente que está en la Corte actualmente, en general, tiene toda mi consideración.

-¿Qué piensa de las propuestas presentadas por Juan Carlos Blumberg?

-Son medidas que, en general, en lo estrictamente judicial, creo que pueden ser útiles. Por ejemplo, confío en que el Gobierno consiga reunir la gran suma de dinero que anunció hace algunos meses para construir cárceles modernas y modernos institutos de rehabilitación de menores. Porque todo lo que hay hoy son lugares siniestros y fábricas de fieras. Si hay algo que corroe el alma, es el ocio obligado. De manera que las cárceles modernas deben promover trabajos que sean reales, útiles, y útiles también a la comunidad. Acá no se cumple con la Constitución, que dice "las cárceles serán limpias, para rehabilitación y no para castigo de los que allí se encuentren". Como tengo un alma positiva, tomo el anuncio como cierto y digo: ojalá que esto se logre. Otro anuncio que se hizo (está en la Constitución pero nunca se cumplió) y que ha suscitado tantas discusiones es el establecimiento del juicio por jurados. Apoyo esta idea, primero porque está concebida para delitos graves y para actos de corrupción de funcionarios públicos. Y segundo, por lo que significa un jurado: la presencia o la participación en la administración de justicia de la población. Los jurados no son cualquiera. Se los selecciona con un cierto nivel de educación, de comprensión; que no sean personas dominadas por prejuicios, que no tengan ideas discriminatorias. El jurado, contra lo que algunos creen y por eso han criticado el proyecto, no tiene que tener conocimientos jurídicos. Es más, no lo pueden integrar abogados, porque tiene que actuar con sentido común. Son doce personas que se reúnen con la presencia de un juez que dirige el proceso, que escuchan en silencio a todos los que informan. Y, finalmente, lo único que tienen que decir es una sola palabra: inocente o culpable. Una palabra a la que se llega por estricto sentido común. Doce personas bien seleccionadas, obviamente, ofrecen más garantías de sentido común que una sola, aunque sea el juez más ilustre de la República.

-¿Cómo se vive después de haber ocupado un cargo público?

-Cuando se ocupa un cargo público alto, hay tres formas de salir. Una es con la indiferencia general. Otra, que es la mejor retribución que puede tener un funcionario honesto, es andar tranquilo por la calle, gozando de las palabras de apoyo y de las miradas de simpatía de la gente que cruza. Y una tercera -tan espantosa que me cuesta imaginarla- es salir con el menosprecio de la opinión general, al punto de no poder ir a tomar un café a la esquina. Y la cosa es más grave todavía: la aprobación o el desprecio de hombres públicos puede durar hasta después de la muerte. Julio César murió asesinado en el Senado de Roma hace más de 2000 años. Hoy, si usted va al Foro Romano encontrará el lugar donde fue incinerado su cadáver. Es una cuevita en cuyo interior hay un altar laico, sin dioses. Sólo (y permanentemente) flores de homenaje por los beneficios que le trajo a Roma hace más de dos milenios. En el alma de la gente, los dictadores de la Antigüedad son tan despreciables como Hitler o Stalin. Y los hombres honorables son para siempre respetados.

-¿Qué argentinos merecen su respeto?

-Los jueces anónimos que cumplen regular y razonablemente con su función, por ejemplo. Que son la absoluta mayoría. Cuando yo era juez de la Cámara Civil, los sábados a la mañana llegaba a mi despacho y me encontraba a dos funcionarios que todavía estaban allí. Yo los echaba: "Ustedes tienen familia; váyanse", les decía. Y me respondían: "No, doctor, hay mucho trabajo, hay que adelantar". Los Julio César de nuestra sociedad son la inmensa mayoría de la gente que trabaja de manera honorable. Felizmente, las excepciones son las pocas manzanas sucias.

-¿Cómo, entonces, tan pocos puedan perjudicar a tanta gente?

-Por la falta de sanciones. Y para que las haya es necesaria una justicia que funcione con regularidad, con precisión, con agilidad, con jueces absolutamente independientes. Un juez debe ser, incluso, independiente de sus propios puntos de vista políticos; sabe que debe dictar justicia de acuerdo con las normas o comete el delito de prevaricato. La distinción de lo que es un candidato a diputado, que puede modificar la ley, y un candidato a juez, que sólo tiene que aplicarla, es fundamental.

-¿Cómo ve el futuro del país?

-Yo no hablaría del futuro del país, porque el futuro es hoy. Un grave error que cometamos hoy es el futuro del país en tinta negra. Un gran acierto o los pequeños aciertos cotidianos son un futuro más luminoso para todos. Es el día a día.


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