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El hombre mediocre
Por Oscar R. Puiggrós La Nación

  Fecha: 02/03/2005
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"Hay épocas en que el equilibrio social se rompe a favor de la mediocridad. El ambiente se torna refractario a todo afán de perfección, los ideales se debilitan y la dignidad se ausenta; los hombres acomodaticios tienen su primavera florida. Los gobernantes no crean ese estado de cosas: lo representan."

Estas frases pertenecen a José Ingenieros. Su libro El hombre mediocre, publicado en 1911, reúne sus lecciones sobre psicología del carácter, dictadas en la Facultad de Filosofía un año antes y adelantadas en ese momento por LA NACION.

Atraído por el tema y por semejanzas evidentes con nuestro mundo actual, empecé a comentarlo y encontré difícil reducirlo y, más todavía, excluir una sola página: la profundidad de sus análisis, la solidez de sus observaciones, su excelencia literaria y la estrecha relación de sus reflexiones con nuestro tiempo sólo permiten algunos apuntes -fieles a su espíritu- que, me parece, sacudirán por sus severos juicios sobre una sociedad encerrada en la mediocridad, así como sobre sus más notorios protagonistas.

¿Qué es un mediocre? Las definiciones de los diversos diccionarios lo califican como mediano, que está entre ambos extremos, ni malo ni bueno; en el lenguaje corriente, la palabra "mediocre" tiene un sabor peyorativo. Ingenieros dice que el mediocre es un equilibrista. Equilibrista, por cierto, no significa equilibrado.

Rubén Darío recuerda que el filósofo francés Ernest Hello distingue al mediocre del imbécil. Este ocupa un extremo del mundo y el genio ocupa el otro. El mediocre está en el centro. ¿Será lo que en filosofía se llama un ecléctico o un justo medio? De ninguna manera. El que es justo medio lo sabe; quiere serlo después de un análisis sobre él mismo y sobre el mundo que lo rodea. El mediocre ignora qué es justo medio, nunca hace un juicio sobre sí, desconoce la autocrítica, está condenado a permanecer en su módico refugio.

Estas excursiones en torno de este tipo de hombre son útiles para hacer un diagnóstico acertado sobre los que mandaron en otros tiempos, los que hoy mandan en el mundo y los que se afanan por mandar en el futuro. El mediocre rechaza el diálogo, no se atreve a confrontar con el que piensa distinto. Esa es una de sus características: es fundamentalmente inseguro y busca excusas que siempre se apoyan en la descalificación del otro. Carece de coraje para expresar o debatir públicamente sus ideas, propósitos y proyectos. Esta es una actitud fundamentalista, que lo encierra en la convicción de que él posee la verdad, la luz, y su adversario el error, la oscuridad. Quienes piensan y actúan así integran una comunidad enferma y, más grave aún, la dirigen, o pretenden hacerlo.

El mediocre no logra liberarse de sus resentimientos -viejísimo problema-, que siempre desnaturalizan a la justicia. No soporta las formas, que confunde con formalidades, por lo cual desconoce la cortesía, que es una forma de respeto por los demás.

Se siente libre de culpa y serena su conciencia si disposiciones legales lo liberan de las sanciones por las faltas que cometió. La impunidad lo tranquiliza.

Nada ha contribuido más a mantenernos en la adolescencia que la declinación de nuestra educación en las últimas décadas y la confusión entre educación y enseñanza. Es en esta tarea donde la televisión contribuye con más eficacia a la mediocridad ambiente: el vocabulario soez, la calidad inferior de los programas, la violencia, la grosera violación de las normas elementales de la cultura obligan a señalar sin reservas la responsabilidad inexcusable de los empresarios anunciantes cuanto de las autoridades que tienen a su cargo el control de calidad.

Políticos ignorantes o rapaces hubo en todos los tiempos y bajo todos los regímenes, pero encuentran mejor clima en sociedades sin ideales y sin cultura. "Siempre hay mediocres: son perennes -afirma Ingenieros-. Lo que varía es su prestigio y su influencia. Cuando se reemplaza lo cualitativo por lo cuantitativo, el sabio es igual al analfabeto, el poeta al prestamista, el rebelde al lacayo."

Yo agrego que esto no debe entenderse como un criterio elitista, sino como una observación de la realidad que podrá corregirse por los efectos positivos de un pueblo democráticamente organizado y políticamente responsable, que aprende a elegir a los mejores.

El orden político institucional sufre estas alternativas. Los que gobiernan sólo advierten su debilidad, su ignorancia y sus desaciertos cuando ya perdieron el poder. La gestión política está atada a los problemas cotidianos, pero comprometida con valores permanentes que aseguren la paz, la justicia y el bien común de todo el pueblo. Gobernar para todos requiere prudencia y no la conducta subalterna que, en nombre de una presunta equidad o de opiniones supuestamente mayoritarias, sólo atiende a un sector políticamente afín y abandona al resto.

Periódicas catástrofes naturales o provocadas por debilidades, ignorancia o desidia hacen aparecer sorpresivamente tragedias que conmueven a la sociedad, hasta ese momento en una rutinaria existencia. Sólo entonces toma ella conciencia y despierta por dramática lección.

En ciertos períodos de decadencia, como el que padecemos desde hace algo más de medio siglo, no resuena el eco de grandes voces animadoras que impulsen el necesario esfuerzo para un sólido restablecimiento. "Muchos se apiñan en torno de los manteles oficiales para alcanzar alguna migaja del poder." Reemplazan a la persona por el funcionario y confunden el ser con el deber ser.

La dirigencia -no sólo la políticia- desconoce la diferencia entre la renuncia y el renunciamiento. La primera difícilmente sea voluntaria. Casi siempre es forzada, y alguna vez dignifica. El renunciamiento es desinteresado. Es fruto del que asume una ponderable responsabilidad y opta por dejar su lugar para otro supuestamente mejor. Nuestra actual dirigencia, la que goza del poder y la opositora, no muestra síntomas de auténtico renunciamiento, en su competencia por los liderazgos. Los pobres debates se limitan a señalar las diferencias y no los acuerdos. Así no se construye. No hay creatividad, no se promueve la excelencia. Se acentúa la discordia social y no la paz. El diálogo, vale la pena repetirlo, es indispensable para lograr acuerdos sobre lo principal. Este es el valor que más reclama el mundo actual en dolorosos conflictos y graves desafíos.

Las rencillas internas entre los protagonistas más comprometidos muestran su sobresaliente mediocridad. No se plantean propuestas que atraigan. No se discuten ideas. Hay más presencias personales que proyectos. Es así como se aleja a la ciudadanía, que muestra desprecio por la política sin advertir que su participación en ella es indispensable y su compromiso, necesario para la impostergable tarea reparadora.

La sociedad se ha contagiado de la infecunda actitud meramente crítica, escéptica, que distribuye pesimismo y no contribuye a reparar, sino a demoler; olvida que se debe poner orden y asegurar la libertad sin caer en la dictadura.

El instrumento es la ley, que asegura la justicia, el equilibrio y la paz. En estos tiempos declinantes no surgen los astros. La sociedad se resigna y se conforma con su cohorte de funcionarios; el nivel de los gobernantes desciende hasta cero y nos hace recordar que cien políticos torpes, juntos, no valen un estadista genial.

No es un error creer que el vergonzoso default en que hemos caído obedece a una crisis de valores que poco parece reconocerse. La preocupación casi obsesiva por los temas económicos ha sido lamentablemente parca en cuanto se refiere al fortalecimiento de sanas conductas. No han sido, pues, sólo los desaciertos en el manejo de la economía los mayores responsables de nuestra actual decadencia.

Los problemas que nos aquejan no están oscurecidos por interrogantes sin respuesta. No hace falta iluminar la realidad: todos la conocemos. Hay que asumirla y tener la voluntad, el carácter y un generoso desprendimiento para corregirla.

No es una ficción comparar nuestra característica mediocridad con ciertas etapas de la plebe romana, cuando pedía pan y circo, y que Aldous Huxley ha traducido al lenguaje de nuestro siglo: "Dame televisión y hamburguesas, pero, por el amor de Dios, déjame en paz con tu parloteo sobre responsabilidad y libertad".


   
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