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Noticia

Siempre la desilusión
Como en otros momentos del pasado, llegó, de nuevo, la desilusión.

  Fecha: 31/05/2007
eVoluntaria: Alejandra Capriata
  Temas relacionados: Justicia
Función Pública
Instituciones de la República

Siempre la desilusión

Por Gustavo Bossert

Para LA NACION

EL último medio siglo de historia argentina ha oscilado, una y otra vez, entre la esperanza y la desilusión. Después de los crímenes de la banda oficial Triple A -durante el gobierno de Perón-Isabel-López Rega-, de los actos de terrorismo, de la multiplicación del espanto en la dictadura militar y del cruel holocausto de cientos de chicos en las islas Malvinas, después de la barbarie, volvió, por fin, radiante, la República.

Durante algunos años, brillaron las instituciones de la civilización. Los órganos de control controlaron con rigor los actos del Gobierno; la Justicia fue absolutamente independiente; fueron condenados los jefes de las juntas militares y de organizaciones terroristas; se estableció la paz definitiva con un país hermano a quien la ignorancia de un nacionalismo apolillado pretendía convertirlo en enemigo; se intentó, sin éxito, destruir la perenne oligarquía gremial para entregar a los trabajadores la aún inalcanzada democracia sindical; un par de leyes humanizaron las relaciones de familia; fueron ratificadas las convenciones internacionales que protegen los derechos humanos; prevaleció el respeto al disidente. Era, de nuevo, la esperanza.

Pero, tras un descalabro económico, empezaron los años noventa y, en una fiesta intensa de negocios oscuros, funcionarios y amigos del poder exhibieron sin pudor fortunas repentinas, mansiones de otro mundo que, ante preguntas indiscretas, eran siempre de la esposa o de la suegra, viajes deslumbrantes y lujos de sultanes, mientras se multiplicaban los pobres y los desocupados. Y en ese prolongado banquete de champagne y descaro, fueron suprimidos o enervados los órganos de control que podían arruinarlo.

La Fiscalía Nacional de Investigaciones Administrativas no observó ningún acto sospechable en los años noventa, como si contemplara una tierra de ángeles, y sólo labró un expediente por un tema menor, que en su momento este diario llamó el expediente más caro de la historia argentina, porque costó el sueldo y los gastos de diez años de esa fiscalía. La Sigen estuvo también en manos complacientes. Se suprimió el Tribunal de Cuentas de la Nación. La Justicia perdió prestigio. Hubo sentencias que favorecieron al Gobierno o a sus funcionarios y violaron groseramente la Constitución. Se declararon válidos actos ilegales; sobreseimientos arbitrarios otorgaron impunidades definitivas.

Como en otros momentos del pasado, llegó, de nuevo, la desilusión.

Pero todo acaba. Y esa época también pasó. Dejó una bomba económica que después estalló en otras manos, pero luego, la inteligente conducción del ministro Lavagna, junto al presidente Duhalde primero y, por dos años, junto al presidente Kirchner, puso en marcha la economía y la disminución de la pobreza, en un ritmo que, al amparo de los commodities y el precio de la soja, hoy continúa y ojalá no se detenga.

En sus primeros años de gobierno, el actual presidente integró una Corte Suprema de excelencia; designó procurador general de la Nación a un jurista intachable; no se advirtieron intromisiones en la labor de los jueces; el Ministerio de Salud inició una firme política en favor de la procreación responsable, tendiente a evitar embarazos no deseados; se enfrentó con energía el drama de la deuda externa.

Empezaba de nuevo la esperanza.

Sin embargo, algo cambió desde la primavera de 2005, cuando el oficialismo triunfó en elecciones legislativas. Como si una convicción de omnipotencia hubiese trastornado la mirada en las alturas del poder, volvió a darse un largo paso atrás en el camino del futuro.

Al Consejo de la Magistratura y el Jurado de Enjuiciamiento, creados para desvincular de la política la designación y remoción de magistrados, lo integraban en equilibrio -de acuerdo con la Constitución- jueces, abogados, legisladores y algunos académicos. Desde comienzos de 2006, el Consejo y el Jurado son controlados por una mayoría absoluta de legisladores, más un representante del Ejecutivo.

La separación de los poderes, que es una piedra basal de la República, funda el artículo 76 de la Constitución, que prohíbe al Congreso delegar facultades en el Presidente, salvo en materias determinadas (debe leerse "precisadas") de administración o de emergencia pública -un caos económico, riesgo bélico, una sequía pavorosa, etc. -, pero establece claramente las bases de la delegación y sólo por un plazo. Sin embargo, el Congreso ha delegado ampliamente en el Ejecutivo la facultad de tomar las medidas que considere necesarias para enfrentar el "estado de emergencia", sin precisar las bases de la delegación y sin plazo determinado.

Cada año, el Congreso aprueba el presupuesto nacional y señala las distintas partidas de gastos que autoriza para salud, obras públicas, seguridad, etc. De este modo, la República se asegura que el Ejecutivo no utilice los dineros públicos a su antojo; por ejemplo, aplicando los destinados a hospitales a dar subsidios personales o a hacer ciertas obras que pueden traer votos en años de comicios. No obstante, en 2006 el Congreso ha autorizado al Ejecutivo a reasignar, a su criterio, las partidas del presupuesto que aprobó para este año.

Con la pretensión de frenar el abuso cometido por sucesivos presidentes al dictar sin límites decretos de necesidad y urgencia sobre materias que son competencia del Congreso, la reforma constitucional de 1994 estableció (artículo 99) las bases para la validez de esos decretos; pero faltaba la ley regulatoria. Muchos nos alegramos, entonces, cuando este gobierno anunció que esa ley sería dictada. Por fin terminaría el abuso.

Efectivamente, en 2006, el Congreso dictó la ley. Pero habría sido mejor que no lo hiciera. Se creó la Comisión Bicameral, que debe considerar esos decretos y elevar un despacho a las cámaras del Congreso para su inmediato tratamiento, ya que un decreto cuyo contenido es el de una ley debe ser aprobado por ambas cámaras, como sucede con todas las leyes. Sin embargo, la ley dictada en 2006 no sólo no impone plazo a las cámaras para expedirse, sino que ahora basta que una de ellas no rechace expresamente el decreto del Presidente o postergue su tratamiento, para que éste conserve su vigencia, como si fuera una ley.

La Auditoría General de la Nación ejerce el control de actividad de la administración pública e interviene en el trámite de aprobación o rechazo de las cuentas de los fondos públicos. Por ello, la Constitución le otorga "autonomía funcional" (artículo 85). Su titular, Leandro Despouy, figura de prestigio internacional, y también quienes lo acompañan, actúan con la objetividad e independencia que corresponde a ese organismo de control.

Hace un par de semanas, un grupo de diputados oficialistas presentó un proyecto de ley que limita la autonomía funcional de la Auditoría, lo que permite a una comisión del Congreso, dominada por el oficialismo, darle instrucciones sobre cuestiones de su incumbencia. Su tratamiento ha sido postergado, no desechado, quizás hasta después de los comicios de octubre.

Espero haber sido claro en mi intención de explicar que las recientes leyes y actos que cité a título de ejemplos, que concentran poder y limitan controles, son la antítesis de la República, es decir, del modo de vivir en sociedad que desde hace dos siglos pretendemos.

Y ahora, Skanska y su bruma que crece. Una causa en la que, tal vez para apartar a un fiscal tenaz e inquisidor, se ha llegado a dictar un decreto sin precedentes en cualquier país serio, ya que transcribe, como fundamento, una conversación telefónica.

Y así, piedra sobre piedra, de nuevo, la desilusión.

El poder de quienes gobiernan parece asegurado, al menos por ahora, de acuerdo con las encuestas. Nadie desea su fracaso. Todos deseamos el bienestar y la suerte de todos. Entonces, ¿para qué esos actos?

¿No es posible detenerse; proteger la República, que viene zarandeada; hacer un clic de los que marcan el antes y el después y abren la puerta grande de la Historia?

¿Ocurrirá en nuestro tiempo, o en el tiempo eventual de nuestros nietos, o es éste, acaso, el "destino sudamericano" que halló Laprida en los montoneros de Aldao y Borges recuerda, y será para siempre este recurrente desencanto?

El autor fue integrante de la Corte Suprema de Justicia de la Nación

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