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La reforma que no se hizo
Editorial. Diario La Nación
Los argentinos vamos a concurrir a las urnas el 27 de este mes sin que se haya avanzado hacia la instrumentación de una reforma política seria, madura y eficiente. No se ha eliminado el vicioso sistema de la lista sábana bloqueada, que el votante debe aceptar como una totalidad inmodificable, ni se ha logrado sanear la vida interna de los partidos, que mantienen intactos sus aparatos clientelísticos y siguen careciendo de padrones confiables. El partido con mayor cantidad presunta de afiliados no pudo realizar las prometidas elecciones internas abiertas y se presenta a los comicios generales con tres candidatos diferentes. Pero lo más grave de todo, sin duda, es que continúan deteriorados los lazos de confianza entre la ciudadanía independiente y las estructuras político-partidarias. Una multitud de indicios y de señales da cuenta de que sigue existiendo un divorcio preocupante entre los intereses de la dirigencia política y los requerimientos de los ciudadanos. Después de la fuerza con que se expresó en los comicios el llamado "voto bronca" -o de rechazo a la corporación política en su conjunto- y de las ruidosas protestas callejeras de diciembre de 2001, se instaló en la conciencia pública la necesidad de una reforma política que mejorara la calidad del sistema de representación democrática y promoviera una renovación profunda de los partidos y de sus cuadros de dirigentes. Pero el tiempo fue pasando y la pregonada reforma política se limitó a unos pocos cambios insustanciales. En lo fundamental, el vetusto régimen de los clientelismos partidarios se ha mantenido en pie. La reforma del sistema electoral sigue siendo un paso necesario para reforzar la legitimidad de la representación que otorga el ciudadano cuando introduce su voto en una urna. Como lo hemos dicho en otras oportunidades, el mecanismo de la lista sábana cerrada obliga al votante a aceptar en bloque la propuesta de cada partido y acentúa la semejanza entre el acto de votar y un "contrato de adhesión". Un sistema de tachas o preferencias, como el que existe en otros países, aumentaría saludablemente el grado de participación del ciudadano. No debe olvidarse que entre 1912 y 1960 existió en la Argentina -y funcionó con muy buen resultado- un régimen de esas características. Políticos prestigiosos lograron ingresar en el Congreso argentino por el procedimiento de las tachas o preferencias, que permitía que el votante introdujera alteraciones en las boletas electorales en el cuarto oscuro, dentro de ciertas reglas preestablecidas. Por supuesto, la flexibilización del régimen electoral es sólo un aspecto de la reforma política que se reclama. El otro gran capítulo es el que se relaciona con la necesidad de promover la modernización de los partidos políticos, que siguen apegados a estructuras anacrónicas. Es lamentable, por ejemplo, que no se haya hecho el más mínimo esfuerzo para depurar los padrones partidarios, que desde 1982 no han sido prácticamente actualizados. No es creíble que los partidos supuestamente mayoritarios tengan en la actualidad, como se pretende, tres o cinco millones de afiliados. En Europa, los partidos políticos no pasan en el mejor de los casos de cien mil afiliados, aunque se trate de países con 60 o 70 millones de habitantes. Para mejorar la calidad del sistema democrático, no basta con sancionar una ley electoral razonablemente buena. Se necesita producir una reorganización profunda de los partidos, que son los instrumentos insustituibles de la democracia. Es imprescindible que las organizaciones partidarias abandonen sus viejos vicios y exhiban una completa transparencia tanto en sus procedimientos de organización interna, que deben posibilitar la permanente renovación de sus cuadros, como en lo que concierne a sus mecanismos de financiación y al manejo de los fondos que se destinan a las campañas electorales. Desde luego, no se trata de impulsar la creación de nuevos organismos de control, sino de reclamarles mayor eficacia a los ya existentes y, además, de promover la mayor participación posible de los ciudadanos en la vida interna de los partidos. Aquí llegamos a un punto tal vez crucial del problema político argentino: el de la responsabilidad de la sociedad en la decadencia general de la vida pública y de sus principales estructuras. Sin la participación activa de los ciudadanos en las cuestiones que interesan a la Nación y al conjunto social será imposible elevar los niveles de calidad de la actividad política. Esa participación no puede limitarse a depositar un voto en una urna cada dos años. Debe incluir un cambio de actitud frente a la cosa pública, que mueva a los mejores ciudadanos a acercarse a las organizaciones que tienen la posibilidad de influir sobre la marcha de los asuntos públicos. No sólo los partidos pueden jugar ese rol: también las organizaciones no gubernamentales abren canales para una acción efectiva orientada a transformar positivamente la realidad política y social. La reforma política que el país necesita no puede ni debe ser postergada indefinidamente. Al gobierno que surja de las elecciones del 27 de este mes le corresponderá encararla con la profundidad y la firmeza necesarias. Y la ciudadanía independiente debe saber que su aporte será siempre indispensable. Elevar la calidad de la vida política argentina no es tarea de unos pocos. Es responsabilidad de todos.
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