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En el país de los discursos
Por Enrique A. Antonini para La Nación. Opinión

  Fecha: 06/11/2002

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Uno de los reclamos más persistentes por parte de la sociedad es el de la completa renovación en el campo de las ideas y de las acciones para revertir la profunda crisis que vivimos. La Argentina, mal que nos pese, sigue siendo el país de los discursos, de las palabras y de las declaraciones, pero sin realidades concretas.

Además, en el ejercicio de la política se han introducido vicios que hoy causan la repulsión generalizada de la sociedad. La corrupción en todos sus grados es un factor que se tiene como expresión de la política, que ya no se ve como la ciencia o el arte de gobernar, sino como el ejercicio del clientelismo, del amiguismo y del favoritismo.

Lamentablemente, se está pensando menos en el país y más en los intereses partidistas. El deterioro en la conducta de los ciudadanos y de sus dirigentes ha sido el factor determinante del caos y la anarquía que contemplamos, con cierto conformismo y una inexplicable subordinación al imperio de la anomia generalizada.

La retórica dedicada a los jóvenes trata de convencerlos de que son los dueños de su destino. Pero no se trata de convencerlos de algo, sino de darles elementos que les ayuden a forjarse un juicio y a despojarse de la indiferencia, con el fin de que sean los artífices y no los guerreros del mañana y que puedan comprender que el destino del país está en sus manos.

Un reciente estudio realizado por el Centro de Opinión Pública de la Universidad de Belgrano (Copub) entre 600 estudiantes de universidades nacionales y privadas señaló que el 60,6 por ciento de los jóvenes cree que la nueva dirigencia surgirá de las universidades, pero el 51,5 por ciento manifestó no tener ningún interés en ser parte de esa generación renovadora.

La cantidad de jóvenes que han emigrado y los que planean hacerlo en un futuro cercano no son datos que deben pasar inadvertidos. La falta de trabajo es la causa fundamental, pero aparecen otras que deben motivar la reflexión. Una de ellas, quizá la de mayor peso, es la falta de horizontes de vida en el país, cuya situación es grave no sólo en el campo económico, sino también en el político y moral.

Sabido es que ningún cambio cualitativo de importancia adviene automáticamente con el alba, pero no puede esperarse ese nuevo horizonte si al menos no vemos en el presente los signos de un nuevo comienzo. Tal vez los jóvenes que empiezan a moverse en el espacio de la política sepan, más que adaptarse -lo que sería decepcionante-, configurar nuevos ámbitos de participación ciudadana en el poder y llamen, por el bien público, a otros jóvenes a conjurar la desidia que nos embarga y que está asfixiando todo destino democrático.

La tarea más compleja de concretar es la de generar iniciativas para revertir la falta de esperanzas en el país. Se trata de una labor insoslayable si se quiere recuperar la fe en un destino común. En la medida en que los partidos políticos y los diferentes sectores de la sociedad -empresarios, trabajadores, medios de comunicación, educadores- privilegien ese espacio común, fijen agendas y objetivos acordes con las necesidades y requerimientos del país e impulsen procesos participativos para la adopción de decisiones que afecten la vida social, probablemente comenzaremos a transitar por el camino correcto.

De espaldas a la política

Los partidos políticos y las dirigencias de todos los órdenes acusan los síntomas de la vejez y de la caducidad, que se reflejan en las personas y en sus mensajes. El bloqueo al ascenso de gente nueva y la falta de permeabilidad a estilos distintos y a ideas renovadoras es el drama que se advierte cada vez que la sociedad argentina se ve enfrentada a campañas y discursos.

La mayoría de la juventud le ha vuelto las espaldas a la política, porque los partidos y los movimientos sociales que controlan el sistema no representan ni significan nada para ella. Tienen todos una carga de caducidad muy difícil de vencer y hay, además, muy poca voluntad de sus dirigentes para abrirse a los nuevos tiempos.

Por ello, los temas de los que esos grupos se ocupan no tienen encanto alguno para todos aquellos que ven de otro modo y desde otra perspectiva el país y el mundo. Es, por cierto, un problema de percepciones y de sensibilidades. Las generaciones se distinguen precisamente por eso: su modo de ver, sentir, indignarse, combatir y creer es ciertamente diferente. Pero la soberbia de que usualmente se revisten las elites viejas para protegerse y prolongar su dominio impide ver y admitir estas realidades.

Debemos generar la oportunidad de repensar la política y reconstruirla sobre bases sólidas y confiables. Resolver el dilema entre el antiguo estilo y la modernización es tan serio como decidir entre dejar que el país se hunda o impulsarlo hacia una modernidad de transparencia y eficacia institucional.


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