Los argentinos y la corrupción Editorial, La Nación
En cuanto respecta a la percepción de que la corrupción se ha apoderado de nuestro país, la Argentina va de mal en peor. En 2002 descendió un puesto en el reporte global elaborado por Transparencia Internacional, entidad que desde hace diez años libra batalla contra esa lacra universal y que la ubicó 70a en la lista para cuya confección fueron investigadas 102 naciones. Dicha compulsa -acerca de la cual se informó en LA NACION de ayer- contiene datos llamativos. Los países más transparentes, aquellos que se encuentran en los cinco primeros puestos de esa nómina, son Finlandia, Dinamarca, Nueva Zelanda, Islandia y Singapur. Por sobre la Argentina figuran, por ejemplo, Brasil, Colombia, México, Senegal, Croacia y Uzbekistán. El puesto obtenido debería bastar para avergonzarnos. Pero hay más. Nuestro país se encuentra a la cabeza de las naciones de América latina en que funcionarios y empleados públicos son considerados corruptos, al registrar el 89% frente, por ejemplo, al 52% del Uruguay. Dado que en 2001 aquel porcentaje estaba en el 76%, tan acentuado incremento denota absoluta inoperancia -aun a pesar de ciertas optimistas consideraciones- para corregir ese corrosivo descrédito emanado del seno mismo de nuestra sociedad. Esa sensación es tan aguda que los argentinos no necesitamos ver para creer. Siempre de acuerdo con la investigación de Transparencia Internacional, sólo el 25% de los compatriotas consultados ha sido testigo de actos de corrupción, cifra inferior a las del Brasil (61%), México (59%), Nicaragua (41%) o Guatemala (31%). Frente a esa última comprobación, los escépticos dirían que, por lo general, los hechos de corrupción -sobre todo, los de gran envergadura- no tienen lugar a cara descubierta. Sin embargo, sería suficiente con prestarles atención a los episodios de la vida cotidiana para comprobar la reiterada comisión de irregularidades de escasa o relativa monta -por caso, y entre infinidad de ejemplos citables, la inclusión de falsas adhesiones en las listas de afiliados a los partidos políticos- que, no obstante su aparente intrascendencia, demuestran en qué notable medida la corrupción está enquistada entre nosotros y hasta ha logrado torcerles el brazo a las normas legales dictadas para enfrentarla. No es extraño. Nuestro país está inmerso en una profunda crisis económica, política y social y su recuperación será larga y dificultosa. Si a ello se le agrega la crónica y aún irremediable inseguridad jurídica, estarán dadas todas las condiciones para certificar que, mal que nos pese, Transparencia Internacional no está equivocada en sus apreciaciones. La corrupción se ha infiltrado de manera tal en lo público y en lo privado que, en forma cada vez menos soterrada, ha engendrado una perversa cultura de la resignación, acaso resumida por la falsa creencia de que "somos como somos y no tenemos remedio". Malsano desencanto que ha influido negativamente para relegar la imprescindible vigencia de la ética y la moral. Ninguna persona de bien debe dejarse envolver por ese torcido y acomodaticio conformismo. Rescatar a nuestro país de la sima en que ha sido sumido, entre otras causas, por la endémica lacra de la corrupción requerirá de un prolongado y solidario esfuerzo colectivo que no admitirá concesiones ni renuencias. ¿Es mucho pedir? No. Todos los argentinos debemos tomar conciencia de que luchar contra la corrupción y lograr vencerla significará reencarrilar al país por la vía de la decencia, restablecerá la confianza en sus instituciones fundamentales, mejorará su deprimida imagen internacional y tornará factible encarar el porvenir con el aliciente de poder sustentar fundadas esperanzas de un futuro mejor.
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