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Noticia

La autoridad es clave en la democracia
Carlos Floria para La Nación

  Fecha: 13/10/2002

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eVoluntaria: Cristina García Pullés
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¿Qué pensar? La democracia, se ha dicho, no es asunto de razón sino de tripas. No es cierto. Es asunto de cabeza y corazón. Maquiavelo atribuía a la razón el papel controlador de las pasiones. La institución es razón formalizada para canalizar la pasión. Es mediación correctora. Es rutina para el cambio, porque cierta rutina de las cosas permite la innovación del hombre.

La teoría de la democracia -la forma política que mejor guarda la dignidad humana- tiene en cuenta tres "objetos compartibles": los valores fundamentales, tales como la libertad, la igualdad y la justicia, que estructuran el sistema de creencias; las reglas de juego o procedimientos para ventilar los disensos y dar normas de comportamiento en el sistema.Y las políticas específicas, cuya elaboración supone todo lo anterior.

El primer nivel o consenso básico es condición necesaria, o coadyuvante, de la democracia. Le da consistencia para resistir mejor ineficacias específicas.

El segundo nivel es tan decisivo como el primero: si no hay acuerdo para procesar las discrepancias, si las reglas se cambian por arbitrio del príncipe o por manipulación del poder, se irá en dirección al "Estado de naturaleza" hobbesiano. La difusión de la incertidumbre es el ambiente propicio para la anarquía, la dictadura o el totalitarismo.

El tercer nivel es el de las políticas públicas y los consensos específicos. Lo que hace a la calidad del gobierno es la inteligencia previa de la deliberación. Pero ese nivel supone la consolidación de los otros niveles porque si no, no habría democracia.

La democracia es un delicado edificio político. En él, la autoridad es clave de bóveda. Si los hombres fueran indiferentes a toda autoridad no habría entre ellos cooperación ni seguridad y, al cabo, no habría sociedad sino un conjunto de agregados marginales.

Autoridad viene de "auctor", instigador de acciones libres, factor de certidumbre. La autoridad es fiadora, aumenta la confianza. Cuando quienes ocupan roles de autoridad son factores de incertidumbre, no tienen autoridad verdadera.

¿Cómo no reconocer en enseñanzas de la teoría y de la experiencia muchas de las faltas y pecados éticos y políticos que nos han conducido a la presente postración? Las percepciones del Estado que registra la historia se resumen en una secuencia analítica que nos muestra, en el principio, el Estado como fuerza, como disciplina de la sociedad, erigiendo a la coerción y la eficacia en valores privilegiados.

Luego sucedió una gran cuestión: ¿cualquier fuerza? La respuesta cabal fue la del liberalismo político: no cualquier fuerza, sino la fuerza calificada por la ley. El valor privilegiado será entonces la legalidad. A lo que siguió una última y fundamental cuestión: ¿cualquier ley? No cualquier ley, contesta el pensamiento democrático, sino la ley consentida por la sociedad, la ley con autoridad, en la que reposa la legitimidad.

La historia entera de la Argentina, por lo pronto la contemporánea desde los años 30, puede ser entendida a partir de esa secuencia si se la pone en movimiento.

Progresiva, si se va del gobierno de la fuerza -el más elemental y grosero- al gobierno de la autoridad legítima -el de mejor calidad política-

Regresiva, si hay crisis de legitimidad, se produce un repliegue hacia la última linea de reserva civilizada que es la legalidad, y se quiebra ésta en la manipulación desaprensiva, o corrupta, de la ley.

En política no hay nada definitivamente conquistado: se puede progresar, pero también se puede regresar. Elíjase el método de análisis que se prefiera. Nuestra historia contemporánea exhibe la escasa atención prestada a la calidad del régimen político por parte de líderes asediados por una suerte de larga guerra civil larvada o por la adicción megalómana al poder. La apelación a la fuerza sin autoridad legitima, a la violencia. La ausencia del sentido positivo de la tolerancia, de buscar con el otro una verdad más alta. La corrupción, con su corte de expertos que saben de las imperfecciones y fisuras del sistema donde actúa. La impunidad, en fin, que allana el supremo artificio de Satán, según la antigua sentencia: hacer creer que no existe y que, en última instancia, actúa lo que los italianos llaman el "perdonismo". Es el camino regresivo, reaccionario.

La cuestión es darse cuenta de que se está gestando una nueva exigencia de reconstrucción de la autoridad, lo que significa recuperar el sentido progresivo para remontar la decadencia, y reconocer en la calidad de lo político una exigencia del bien común.

El autor es profesor plenario del Departamento de Humanidades en la Universidad de San Andrés


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