La ciega decadencia Gastón Pérez Izquierdo. La Prensa.
¿Cómo sería Roma antes del saqueo de 410? Se sabe que estaba perdido el esplendor de sus mejores tiempos, aun cuando conservara algo del antiguo brillo. Había padecido hambre, resultado de tantas desavenencias internas y el paso apresurado de las hordas. Tenía escasos elementos de defensa, pocos oficiales provenían de las viejas familias romanas, muchos generales eran de origen bárbaro y mercenarios habían reemplazado a los soldados históricos, orgullo del ejército. Tampoco era ya la ciudad inviolable: el emperador y su séquito fijaron residencia en Rávena, inexpugnable entre marismas y lagunas, como lo sería después Venecia. Al mudarse la administración del Imperio, el deterioro del orden urbano se hizo notar: pululaban animales de corral buscando subsistencia ante la mirada rencorosa de sus dueños, celosos por proteger su futura comida; los roedores no requerían nocturnidad para competir con los dueños de casa en la búsqueda de alimentos. Se mantenía el Coliseo, pero ya no llegaban a torrentes las fieras de Mauritania o Numidia: Genserico se había apoderado del norte de Africa, y el Mediterráneo, antaño el domesticado Mare Nostrum, estaba ahora a merced de vándalos y piratas. Tampoco llegaba el trigo, que aquella región volcaba en chorros generosos al Imperio. Algunas imágenes eran contradictorias. El Senado subsistía en Roma, pero era el ápice de la corrupción; ciegos al derrumbe que se avecinaba, los senadores acumulaban plata, joyas y sedas, contracara cruel de aquella institución austera, que fuera gloria de la República y el Alto Imperio. Algún anciano nostálgico de tiempos mejores podía entrever, deambulando por las gradas en noches cerradas, al fantasma de Cicerón musitando las Catilinarias o el espíritu implacable de Catón rugiendo "¡delenda Carthago!" ante un auditorio henchido de patriotismo. Pero eso era el pasado, el presente eran los godos de Alarico, que durante tres días acamparon en muchedumbre de bárbaros y esclavos y sometieron a ultraje a la eterna Roma. Saquearon los tesoros de los senadores y de los ciudadanos prominentes, violaron a mujeres y cautivaron a quienes no alcanzaron a escapar. Ni las iglesias pudieron preservarse del despojo. San Jerónimo, que se salvó de la devastación, escribía desde una celda de Belén: "La raza humana ha sido sepultada entre ruinas". Cuando los autores relatan con minucia los sucesos previos al derrumbe, el lector se impacienta por la ceguera de los protagonistas. ¿Es posible ver una semejanza con la Argentina de hoy, cuya decadencia no puede ocultarse? En verdad no nos atisban los bárbaros desde fuera de las murallas, pero cualquier habitante tiene su vida y patrimonio a merced de sujetos feroces. Como en Roma, el Senado está en el centro del reproche. Los principales hombres del Bajo Imperio no se acercaban a la talla de Mario, César, Pompeyo o Trajano; tampoco los máximos funcionarios de nuestro país pertenecen a la estirpe de Avellaneda o Sarmiento: en eso somos similares. Igual que aquéllos, hombres de estatura menor pelean por pedacitos de poder, sin reparar en las calamidades, ni en el peligro que se cierne. Es como si jugadores profesionales disputaran con encono una apuesta en el salón del barco, mientras el agua inunda el casco partido. Hay, en cambio, una diferencia notoria: Roma era el universo de la civilización y nada existía por encima de ella, ningún organismo podía sugerirle una corrección. Nosotros vivimos bajo advertencias sucesivas del Fondo, de los países centrales, de intelectuales y académicos, cuyos juicios deberían ruborizarnos, si no sirvieran al menos para ser aprovechados. La otra diferencia no es menor; con el saqueo de Alarico, el genio pagano huyó de su santuario y Roma eligió nuevo prestigio: fue cristiana y papal; regresó el esplendor. La Argentina, por su parte, aún debe definir su destino: si acepta convivir con las consecuencias del saqueo o quiere ser otra vez la del Centenario. Copyright La Prensa 1996-2000
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