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Noticia

Para dar vuelta la historia
Por Bartolomé de Vedia. La Nación.

  Fecha: 18/10/2002

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La dificultosa transición que estamos viviendo es quizás el tardío primer paso hacia una imprescindible transformación.

Durante cinco días consecutivos, LA NACION procuró arrojar luz sobre el enigma argentino. ¿Cómo es posible que un país que parecía destinado a convertirse en uno de los más ricos del planeta aparezca hoy postrado, hundido en la más honda de las depresiones? ¿Cómo se explica que una nación que tiene un territorio colmado de riquezas naturales y que hasta promediar el siglo pasado figuró en América a la vanguardia de los procesos de crecimiento esté sumida hoy en una crisis económica catastrófica, con un trasfondo de hambre y con riesgo de caer en el aislamiento internacional? ¿Qué le pasó a la Argentina?

A estos interrogantes, que resuenan con creciente fuerza en el imaginario social, intentaron dar respuesta las notas y las columnas de opinión que el diario comenzó a publicar el domingo último y que durante cinco días han ido recorriendo las entrañas de la crisis actual desde distintas vertientes: desde la política, desde la economía, desde la educación, desde la estructura de la sociedad y desde la Justicia.

Si intentamos hacer un balance de los análisis que LA NACION fue brindando a sus lectores a lo largo de esta semana, lo primero que advertimos es que la decadencia de los argentinos ha sido lenta y larga. No hemos sufrido un brusco descenso. Todo lo contrario: venimos declinando casi sin pausa desde hace medio siglo. La tarea que tenemos por delante, en consecuencia, no es dar un simple golpe de timón que nos saque de una crisis coyuntural. Lo que nos espera es bastante más que eso: tenemos que dar vuelta una historia que ha durado varias décadas, modificar una tendencia gradual declinante que lleva cincuenta años y tal vez más.

¿En qué se manifiesta hoy esa decadencia? Desde luego, en el patético deterioro de la confianza pública interna y externa, que crea un marco negativo para toda acción de gobierno y, sobre todo, para cualquier intento de reactivar la economía. También en la progresiva deslegitimación de las instituciones políticas, que durante demasiado tiempo convivieron con distintas variantes del autoritarismo, que hasta terminaron por formar parte, de hecho, de una suerte de sistema institucional paralelo.

Cuando en 1983 las multitudes celebraron en las calles la recuperación de la democracia, muchos argentinos pensaron que el hecho histórico relevante que se estaba produciendo era la finalización de un gobierno militar que se había prolongado por siete años. En realidad, lo que estaba pasando en la Argentina era algo más abarcativo: se estaba poniendo punto final a un régimen institucional de facto de más de medio siglo, durante el cual se había consagrado como una práctica la alternancia de gobiernos civiles de base constitucional con gobiernos militares de origen autoritario.

Lo verdaderamente novedoso que ocurría en 1983 era que las Fuerzas Armadas se estaban retirando del escenario político y dejaban de constituir una opción fáctica para los casos de crisis, frustración y desencuentro político y social. La democracia que se estaba restaurando tenía que crear, por lo tanto, sus propias opciones y alternativas, sus propios anticuerpos, sin esperar intervenciones mesiánicas o providenciales ajenas al sistema constitucional. Esto era lo nuevo y esto fue, en cierto modo, lo que se convirtió en un factor de inestabilidad y condujo, finalmente, a las explosiones de protesta de fines de 2001. El sistema no daba las respuestas esperadas y el resultado era una inédita sensación de vacío institucional.

Un paso hacia la transformación

Es que esta vez el cambio había implicado un salto cualitativo de dimensión histórica y tenía que ir acompañado, necesariamente, de una transformación social y cultural de similar envergadura. La dificultosa transición que hoy estamos viviendo en la Argentina es quizás el tardío primer paso hacia esa imprescindible transformación.

Pero ¿cuáles han sido las causas profundas de la decadencia estructural que hoy tenemos la obligación de revertir? Una de las más importantes ha sido, sin duda, la incapacidad endémica de la dirigencia nacional para crear consensos básicos y diseñar políticas de Estado en ciertas cuestiones estratégicas que, necesariamente, deberían quedar al margen de las disputas por el poder.

Con los recurrentes golpes de Estado y con la endémica debilidad de las instituciones, el diálogo estuvo casi siempre clausurado y la construcción de políticas de Estado se tornó inviable. Por otra parte, con fuerzas políticas que en más de una oportunidad han aspirado a ser algo así como la síntesis total de la Nación, tampoco existió, a través del tiempo, un clima propicio para la articulación de políticas de consenso. Es lo que ocurrió, por ejemplo, con el peronismo anterior a 1955, que se vio a si mismo como un movimiento de vocación totalizadora y no como una parte del sistema político nacional.

La volatilidad institucional trajo como consecuencia la degradación de la política y el crecimiento de los niveles de corrupción en la vida nacional. La creación de corporaciones sociales aguerridas –empresariales, sindicales, profesionales– que lucharon por espacios de poder y por controlar el Estado introdujo, en la segunda mitad del siglo XX, un fenómeno que contribuyó a enturbiar el escenario público. Un corporativismo prebendario –del que pasó a ser un exponente más la propia dirigencia política– se adueñó de la escena y ocupó el espacio que debía haber llenado la ciudadanía responsable.

Como consecuencia de ese proceso de desviaciones se perdió en muchos sectores el sentido de que la democracia republicana implica no sólo derechos sino también responsabilidades, desde las de orden fiscal hasta las de carácter cívico. Un antiguo mal argentino –la picaresca y la tendencia a no acatar las leyes– fue reapareciendo.

De esos vicios nacieron otros. Algunos gobernantes se habituaron a tratar de manipular a la Justicia –sobre todo a la del fuero federal– para garantizarse a sí mismos o a sus acólitos el mayor grado posible de impunidad. El efecto de esos ataques a la independencia de los jueces fue letal. Algunos sectores del Poder Judicial perdieron credibilidad y la seguridad jurídica se devaluó gravemente. El país tuvo la sensación de que se empezaba a vivir en estado de anomia.

La Justicia –último baluarte del Estado de Derecho– no siempre logró poner freno a los desbordes de los otros poderes. Hubo casos, sin embargo, en que cayó en el otro extremo: enfrentó a los otros poderes, con el riesgo de caer en un intervencionismo judicial excesivo, cuyo punto mayor de distorsión es el llamado gobierno de los jueces. Hoy existe en el país un fuerte clamor por la Justicia. Tal vez sea el punto de partida hacia la reconstrucción del equilibrio de los poderes y hacia el pleno restablecimiento de la intangibilidad del Poder Judicial.

Cuando se mencionan las causas de la decadencia argentina, no puede estar ausente el tema de la educación. Para muchos observadores, la clave de nuestra declinación como sociedad reside en el deterioro del proyecto educativo nacional. La generación del 80 supo construir un eficiente sistema educativo, que permitió luchar contra el analfabetismo, integrar a los inmigrantes y formar una población con sentido de nación.

Cambios sociales no registrados

De la década del 40 en adelante se registraron cambios sociales agudos que la educación no siempre alcanzó a registrar. Se fue desdibujando la calidad del sistema, se introdujeron en el ámbito de la enseñanza estériles disputas de carácter ideológico y –tal vez lo más decisivo– la figura clásica del maestro fue perdiendo peso en la consideración social. Por otra parte, visiones cortoplacistas y criterios economicistas gravitaron sobre el hecho educativo y prevalecieron en muchos casos sobre los motivos pedagógicos. Aunque creció la estimación del aprendizaje como instrumento para el progreso personal, la sociedad en su conjunto dejó de interesarse por el desarrollo educativo como factor de progreso nacional. Se desatendió la innovación científica y tecnológica y, sobre todo, se descuidó la transmisión de valores básicos, indispensable para la formación moral de las nuevas generaciones de dirigentes.

Identificar las causas profundas de nuestra decadencia como nación es dar el primer paso hacia la recuperación del rumbo que se perdió hace medio siglo. El paso siguiente consistirá en remover cada una de esas causas.

No hay que perder más tiempo. Los argentinos nos merecemos una historia mejor.


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